Para un profesional de la docencia de la Religión hay temas especialmente difíciles de explicar a sus alumnos. Uno de los más complicados es sin duda alguna el del concepto cristiano del “Espíritu Santo”. El consejo al respecto es claro: “No nos rompamos la cabeza: si queremos afrontar con éxito algo difícil, simplemente hay hacerlo fácil”.
Esta lección la aprendí en mis tiempos de estudiante de Teología cuando uno de los profesores comentó:
- “Vas por la carretera, ves un accidente y tienes el instinto de parar, pero no quieres hacerlo. Si lo hago no llegaré a tiempo, así que otros se ocuparán. Mejor, tiro adelante y me olvido.
Pero hay una fuerza en mí que me empuja a parar y a atender a ese desconocido que necesita de mi ayuda. ¿Sabéis qué es esa fuerza?, dijo.
- Es el tener, o no, el “Espíritu Santo”.
Así de sencillo y así de difícil.
Esta simple lección, de un asunto tan complicado de explicar, creo que muchas personas la aplican en su vida diaria y es la fuerza que les anima y les ayuda a buscar siempre el bien y la verdad: La aplicamos con nuestros hijos cuando en ocasiones no se comportan adecuadamente y les tenemos que regañar o castigar, muchas veces a contracorazón. Lo tenemos que hacer y sacamos fuerzas, pero nos cuesta. A pesar de ello, tenemos claro que lo hacemos porque les queremos y algo nos dice que ellos tienen que corregir errores y comportarse adecuadamente (los no creyentes le llamarán conciencia; los creyentes fuerza interior o fuerza del Espíritu). El castigo suele y debe ser el medio para reconducir lo que se ha hecho mal y restaurar el bien y por eso, porque los queremos, no dudamos en llevarlo adelante.
Esto que lo vemos tan claro con los hijos, nos cuesta mucho más cuando la persona que no obra rectamente es un amigo, un compañero, y no digamos nada si es un superior. En estos casos, lo más fácil es callar, a pesar de lo que veamos no nos agrade. Sin embargo, la actitud correcta debiera ser la contraria, porque las cosas mal hechas siempre estarán mal hechas.
El instinto de supervivencia, el deseo mundano de tener poder o de estar cerca de él, nos lleva no sólo a callar sino en ocasiones a jalear y a apoyar al líder que no obra rectamente. Es condición humana, es el no parar en la carretera para ayudar al necesitado, es participar del mal hecho e incluso reforzarlo. Es el vacío total del Espíritu.
También en estos casos las actitudes correctas debieran ser las que buscan corregir, incluso si es necesario a través de la justicia, las cosas mal hechas que no se quieren rectificar. El objetivo final, al igual que hacemos con nuestros hijos, debiera ser el de buscar el bien y la verdad (valores profundamente cristianos y llenos de fuerza). Lo contrario, no nos engañemos, aunque lo vistamos de caridad fraterna y de falsa ortodoxia cristiana basadas en lecturas sesgadas de los Evangelios, son actitudes contrarias a la religión, que además conllevan una grave banalización de la Fe y las creencias. Son actitudes basadas en el apoyo a los falsos ídolos, aquellos por los que según algunos, incluso llegamos comer.
Una pena llegar a pensar así, sobre todo si los que lo hacen son los responsables de explicar a sus alumnos qué es el Espíritu.
Esta lección la aprendí en mis tiempos de estudiante de Teología cuando uno de los profesores comentó:
- “Vas por la carretera, ves un accidente y tienes el instinto de parar, pero no quieres hacerlo. Si lo hago no llegaré a tiempo, así que otros se ocuparán. Mejor, tiro adelante y me olvido.
Pero hay una fuerza en mí que me empuja a parar y a atender a ese desconocido que necesita de mi ayuda. ¿Sabéis qué es esa fuerza?, dijo.
- Es el tener, o no, el “Espíritu Santo”.
Así de sencillo y así de difícil.
Esta simple lección, de un asunto tan complicado de explicar, creo que muchas personas la aplican en su vida diaria y es la fuerza que les anima y les ayuda a buscar siempre el bien y la verdad: La aplicamos con nuestros hijos cuando en ocasiones no se comportan adecuadamente y les tenemos que regañar o castigar, muchas veces a contracorazón. Lo tenemos que hacer y sacamos fuerzas, pero nos cuesta. A pesar de ello, tenemos claro que lo hacemos porque les queremos y algo nos dice que ellos tienen que corregir errores y comportarse adecuadamente (los no creyentes le llamarán conciencia; los creyentes fuerza interior o fuerza del Espíritu). El castigo suele y debe ser el medio para reconducir lo que se ha hecho mal y restaurar el bien y por eso, porque los queremos, no dudamos en llevarlo adelante.
Esto que lo vemos tan claro con los hijos, nos cuesta mucho más cuando la persona que no obra rectamente es un amigo, un compañero, y no digamos nada si es un superior. En estos casos, lo más fácil es callar, a pesar de lo que veamos no nos agrade. Sin embargo, la actitud correcta debiera ser la contraria, porque las cosas mal hechas siempre estarán mal hechas.
El instinto de supervivencia, el deseo mundano de tener poder o de estar cerca de él, nos lleva no sólo a callar sino en ocasiones a jalear y a apoyar al líder que no obra rectamente. Es condición humana, es el no parar en la carretera para ayudar al necesitado, es participar del mal hecho e incluso reforzarlo. Es el vacío total del Espíritu.
También en estos casos las actitudes correctas debieran ser las que buscan corregir, incluso si es necesario a través de la justicia, las cosas mal hechas que no se quieren rectificar. El objetivo final, al igual que hacemos con nuestros hijos, debiera ser el de buscar el bien y la verdad (valores profundamente cristianos y llenos de fuerza). Lo contrario, no nos engañemos, aunque lo vistamos de caridad fraterna y de falsa ortodoxia cristiana basadas en lecturas sesgadas de los Evangelios, son actitudes contrarias a la religión, que además conllevan una grave banalización de la Fe y las creencias. Son actitudes basadas en el apoyo a los falsos ídolos, aquellos por los que según algunos, incluso llegamos comer.
Una pena llegar a pensar así, sobre todo si los que lo hacen son los responsables de explicar a sus alumnos qué es el Espíritu.
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